El amor más allá del narcisismo (I)
- howardrouse9
- 4 nov
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Como indica el título de mi presentación, y como indican las referencias bibliográficas que he dado para el trabajo de este ciclo, lo que me gustaría hacer esta tarde es daros una idea –y solamente una idea, porque Lacan habla de este tema del principio al final de su enseñanza– una idea, entonces, de lo que dice Lacan del amor.
He tomado tres referencias de tres momentos diferentes de la enseñanza de Lacan. Primera, el Seminario 7: La ética del psicoanálisis (de 1959-60), donde Lacan habla específicamente del amor cortés. Segunda, el Seminario 8: La transferencia (de 1960-1), donde realiza una lectura muy divertida, y muy subversiva, del famoso Banquete de Platón, quizás el texto occidental más conocido sobre las cuestiones del amor. Y, tercera, el Seminario 20: Aún (de 1972-3), donde Lacan da algunos esbozos de lo que se puede entender como un “amor más digno”.
Esta idea de un “amor más digno” se encuentra en otro texto de Lacan, la “Nota Italiana” publicada en sus Otros escritos. Y en otro lugar habla Lacan también de un “amor menos tonto”.
Tomemos nota de la importante implicación, porque es algo que luego veremos: el amor puede ser tanto tonto como indigno; aunque no –y esta es la apuesta de Lacan– necesariamente.
Veremos también que, con este recorrido, podemos dar una respuesta –parcial, por supuesto– a dos preguntas que han circulado en los anuncios de este ciclo: ¿Cómo lee Lacan la literatura, en este caso, la poesía del amor cortés? y ¿Cómo lee Lacan la filosofía, en este caso, el Banquete de Platón?
Podríamos añadir, quizás, una tercera pregunta, crucial: ¿Cómo lee Lacan la literatura y la filosofía en tanto que psicoanalista? Porque, al fin y al cabo, un psicoanalista –incluso si “el artista le lleva la delantera”– no es ni artista ni filósofo.
Empecemos, entonces, con el primer punto:
1. El amor cortés, o el amor como sublimación
Todo lo que dice Lacan sobre el amor cortés, en el Seminario 7: La ética del psicoanálisis, está basado en lo que antes había dicho Freud sobre el trabajo del artista como un trabajo de sublimación. (Sabemos que Lacan describió su enseñanza como un “retorno a Freud”, un retorno a una lectura a la letra de los textos de Freud.)
Según Lacan, pues, Freud dice esencialmente tres cosas sobre la sublimación. Primera, que la sublimación se funda en la plasticidad de las pulsiones en el ser humano. Segunda, que para el ser humano –lo que Lacan llama el parlêtre, el ser hablante o parlante–, esta plasticidad de las pulsiones está absolutamente involucrada, imbricada, con el lenguaje –con lo que Lacan llama el juego de los significantes. Y, tercera, que el trabajo sublimatorio del artista opera con estos significantes para dar a las pulsiones un destino desviado de su meta directamente sexual, aunque todavía satisfactorio de otra manera, y sin tener que pasar por la represión que produce el síntoma neurótico. El artista que consigue la satisfacción de la sublimación no es, en los términos de Freud, un neurótico.
¿Qué añade Lacan a esta descripción de la sublimación? (Porque sabemos también que Lacan retorna a los textos de Freud para renovarlos con sus propias articulaciones e invenciones.)
En primer lugar, dice Lacan que, para el ser parlante en general y para el artista en específico, el juego de los significantes gira alrededor de un vacío central. En este Seminario, Lacan designa este vacío como das Ding (la Cosa). Extrae este término de uno de los primeros escritos de Freud, y lo hace resonar con la famosa Ding-an-sich (la Cosa-en-sí) del filósofo Kant, aunque habría que decir que si la Cosa-en-sí de Kant es puramente externa e incognoscible, la Cosa de Lacan es lo que él mismo llama, con un famoso neologismo, “éxtimo”.
¿Qué quiere decir éxtimo? Quiere decir que todas las empresas y actividades del ser humano, del ser parlante, impregnadas como son por el lenguaje, por el juego de los significantes, se llevan a cabo alrededor del vacío central de la Cosa, que opera en ellas como un tipo de límite interno inexpugnable. La religión, dice Lacan, funciona para evitar la Cosa. La ciencia (y el capitalismo también, dirá después) funciona para no creer en la Cosa, para intentar abolirla o, para utilizar otro término de Lacan, forcluirla (el capitalismo forcluye también, según Lacan en otro momento, el amor, algo que es muy interesante para nosotros en este contexto).
El arte, sin embargo, consigue hacer otra cosa con la Cosa, para decirlo así. Como dice Lacan, y le cito: “Todo arte se caracteriza por cierto modo de organización alrededor de ese vacío”. ¿Cómo podemos empezar a descifrar esta frase, contundente y enigmática a la vez? Lacan nos ayuda mucho, porque da cuatro ejemplos.
Primero, habla del alfarero tan apreciado por el filósofo Heidegger, quien también habla de das Ding. El alfarero que crea el vaso alrededor de nada, que crea nada de nada, dice Lacan, parafraseando a Shakespeare. Toda creación, afirma Lacan, es creación ex nihilo.
Segundo, Lacan habla de una colección de cajas de fósforos de su amigo Jacques Prévert. Una colección que junta los cajones de las cajas de forma gratuita, proliferante y excesiva, más allá de cualquier utilidad, revelando así las cajas mismas como la Cosa.
Tercero, Lacan habla de Cézanne, y de sus famosas manzanas. Le cito, porque vale la pena escuchar lo que dice. “En el momento en que la pintura gira una vez más sobre sí misma, en el momento en que Cézanne hace manzanas, es muy evidente que haciendo manzanas hace algo totalmente diferente de imitar manzanas –aun cuando su última manera de imitarlas, que es la más cautivante, sea la que está más orientada hacia una técnica de presentificación del objeto. Pero, cuanto más presentificado está el objeto en tanto que imitado, más nos abre esa dimensión en la cual la ilusión se quiebra y apunta a otra cosa. Todos saben que hay un misterio en el modo que tiene Cézanne de hacer manzanas, pues la relación con lo real tal como se renueva entonces en el arte hace surgir al objeto de un modo que es lustral, que constituye una renovación de su dignidad, a través de la cual, si me permiten la expresión, son datadas de una manera nueva esas inserciones imaginarias.” Las manzanas imaginarias de Cézanne, podríamos decir, otra vez, revelan algo de lo real de la Cosa.
El cuarto ejemplo que da Lacan es seguramente el más radical. Es el famoso cuadro de Holbein (más famoso después de Lacan, habría que decir) “Los embajadores”. Lacan lee este cuadro como paradigmático de la técnica artística de la anamorfosis, una técnica que opera una transposición óptica para hacer legible una forma previamente ilegible. Lo que vemos en el cuadro son dos señores mostrando con cierta ostentación los varios bienes du su mundo, pero si miramos el cuadro desde cierto ángulo, la forma anteriormente indescifrable que aparece en la parte de abajo se revela como una calavera, “insignia”, señala Lacan, “del clásico tema de la Vanitas”.
Este análisis del cuadro de Holbein es muy importante en relación con lo que dice Lacan del amor cortés en este Seminario. De hecho, el capítulo central se titula “El amor cortés en anamorfosis”, y es posible resumir el argumento de Lacan diciendo que lo que realiza el amor cortés es un tipo de anamorfosis al revés. ¿Por qué al revés? Porque si la anamorfosis pasa (como Cézanne) de lo imaginario a lo real, de los bienes del mundo a la calavera, el amor cortés pasa de lo real a lo imaginario. Si hay un movimiento de descenso en la anamorfosis, literal en el cuadro de Holbein, en el amor cortés hay un movimiento de ascenso, de elevación. Es por eso que entiende Lacan el amor cortés como paradigmático de la sublimación (la Sublimierung en Freud), una palabra que tiene relación, por supuesto, con la famosa Aufhebung (sublimación también) del filósofo Hegel, que implica algo de esta elevación.
Lacan da dos definiciones de la sublimación que clarifican mucho estas cuestiones, una más coloquial y la otra más formalizada, casi algorítmica, algebraica. La primera es la siguiente: “A nivel de la sublimación, el objeto es inseparable de las elaboraciones imaginarias y muy especialmente las culturales. No es que la colectividad simplemente los reconozca como objetos útiles –encuentra en ellos el campo de distinción gracias al que puede, en cierto modo, engañarse sobre das Ding, colonizar con sus formaciones imaginarias el campo de das Ding. En este sentido se ejercen las sublimaciones colectivas, socialmente aceptadas […] La sociedad encuentra alguna felicidad en los espejismos que le proveen moralistas, artistas, artesanos, hacedores de vestidos o sombreros, los creadores de las formas imaginarias.”
La segunda definición, más formalizada y fundada crucialmente en los descubrimientos de Freud sobre el narcisismo, y que Lacan resume aquí de forma cristalina, es esta: “Tenemos como guía la teoría freudiana de los fundamentos narcisistas del objeto, de su inserción en el registro imaginario. El objeto –en la medida en que especifica las direcciones, los puntos de atracción del hombre en su apertura, en su mundo, en la medida en que le interesa el objeto, en la medida en que él es más o menos su imagen, su reflejo– ese objeto, precisamente, no es la Cosa, en la medida en que ella está en el núcleo de la economía libidinal. Y la fórmula más general que les doy da la sublimación es la siguiente: ella eleva un objeto a la dignidad de la Cosa.”
Encontramos aquí las dos ideas fundamentales que introduce Lacan para hablar del amor cortés. Primero, este amor “eleva un objeto a la dignidad de la Cosa”. Y, segundo, esta elevación a la dignidad es esencialmente narcisista. El amor que está en juego en el amor cortés es un amor narcisista.
Para explicar estas ideas, tenemos que hablar un poco de la poesía del amor cortés, este fenómeno que apareció como un meteoro, dice Lacan, entre los siglos XI y XIII, especialmente en los troubadours franceses y los Minnesänger alemanes, pero también en Castilla, Cataluña y Inglaterra. Un fenómeno que no solo tuvo un impacto y una influencia sobre toda la poesía que ha venido después, sino también sigue modelando de alguna manera las relaciones amorosas de los seres parlantes.
No voy a entrar en los detalles de este fenómeno. Para los que quieren hacerlo, en la p. 182 del Seminario 7, provee Lacan una lista de libros sobre el tema que él sin duda leyó. Os recomiendo mucho también el capítulo sobre “La poesía lírica medieval” en la famosa Historia de la literatura universal de Martín de Riquer y José María Valverde (un libro absolutamente indispensable para todos los amantes de la literatura).
Lo que sí voy a hacer es resumir muy rápidamente lo que dice Lacan de la poesía del amor cortés como paradigmática de la sublimación.
Claramente, el objeto que esta poesía “eleva a la dignidad de la Cosa” es una versión muy peculiar, muy sublimada, de lo que llama Lacan en este Seminario el “objeto femenino” (precisamente, y de forma paradojal, en una época feudal que no muestra ningún signo de una posible emancipación de las mujeres). Este objeto es la Dama, la figura femenina a la cual se dirigen todas las contorsiones lingüísticas y propiamente poéticas, variables según el poeta, del amor cortés. Crucialmente, es una Dama desprovista de cualquiera característica particular o personal. “Nunca la dama es calificada”, dice Lacan, “por sus virtudes reales y concretas, por su sabiduría, su prudencia o ni siquiera su pertinencia.” O otra vez, y de forma incluso más clara: “En este campo poético, el objeto femenino está vaciado de toda sustancia real.” De hecho, como observa Lacan, muchos de los comentaristas del amor cortés han dicho que es como si los poetas estuvieran siempre hablando de la misma mujer –algo que para nosotros suena casi ridículo.
En lugar de lo concreto, entonces, la Dama aparece como lo que designa Lacan como “un partenaire inhumano, enloquecedor”, la más arbitraria posible en las exigencias de prueba que impone al poeta que la elogia, porque el amor cortés es esencialmente un código moral que implica toda una serie de lealtades, servicios y conductas ejemplares. Lo inhumano de esta pareja tampoco es una cualidad particular, porque sirve para garantizar estructuralmente, dice Lacan –y este es el punto fundamental– el hecho de que la Dama es estrictamente inaccesible para el poeta, el cual es privado de ella. En un nivel empírico, sabemos que casi todas las mujeres que inspiraron esta poesía estaban casadas con aristócratas, y que casi todos los poetas fueron meros sirvientes. En un nivel más estructural, Lacan afirma algo difícil, pero muy interesante: “[la] demanda última de ser privado de algo real está ligada esencialmente a la simbolización primitiva que cabe enteramente en la significación del don de amor.” El acercamiento poético a la Dama presupone un ascetismo, erige un obstáculo, requiere unos rodeos repetitivos que apuntan a una transgresión que nunca llega. Lacan se entretiene incluso definiendo la erótica fallida del amor cortés –con sus técnicas de circunspección, suspensión, y amor interruptus– como una permanencia en los placeres preliminares identificados por Freud.
Repitiendo lo que ya le hemos visto decir de la sublimación en general, Lacan insiste en que lo que explica la privación, la inaccesibilidad, de la Dama en la sublimación del amor cortés no es nada más y nada menos que el narcisismo del poeta. Este poeta proyecta su propio ideal en la imagen, el espejo, de la Dama, pero este espejo funciona como un límite, una barrera, que es imposible cruzar. El poeta no puede atravesar el límite de su propio narcisismo.
Hallamos una sorprendente confirmación de la hipótesis de Lacan en uno de los poemas o canciones, la canción de la alondra, del trovador Bernart de Ventadorn. Canta lo siguiente: “Dejé de tener fuerzas y de tener dominio sobre mí desde aquel momento en que me dejó mirarme en sus ojos, espejo que tanto me plugo. Espejo: desde que me miré en ti me han muerto los profundos suspiros, porque me perdí de la misma manera que se perdió el hermoso Narciso en la fuente.”
Con respecto a la cuestión que nos concierne, entonces, ¿qué hay más allá del objeto del narcisismo, en el nivel de lo que Lacan nombra como la Cosa? En toda la poesía del amor cortés, señala Lacan, esta Cosa solamente se revela, en una muy extraña inversión de la sublimación, una sola vez, en un poema absolutamente asombroso del también trovador Arnaut Daniel. Es el decimoctavo de los diecinueve que existen. Lo leo entero, porque vale la pena, y después pasaremos al Banquete de Platón: “Pues Raimon y Truc Malec defienden a doña Ema y sus posesiones, yo llegaré a viejo y senil antes de compartir requerimientos tales, de los que pueda desviarse tan gran pecado: para cornear le sería menester un pico con que extrajese del cuerno las adherencias; y luego podría fácilmente volverse ciego, porque es fuerte el humo que sale de dentro de los pliegues. / Bien le sería preciso ser picudo y que el pico fuera largo y agudo, porque el cuerno es feroz, feo y peludo y profundo dentro de la ciénaga; y ni un solo día está enjuto, porque despida la viscosidad que al punto extiende y se reduce. Y no conviene que nunca sea amante el que acerca su boca al cuerno. / Habría bastantes agradables probaturas más bellas que valdrían más; y si Bernart [de Ventadorn] renunció a ésta, por Cristo, no procedió como malvado, pues le cogieron miedo y terror; que si de arriba le cayera el chorro, le escaldaría el cuello y la quijada. Y no conviene que bese a una dama aquel que corneó cuerno hediondo. / Bernart , yo no estoy de acuerdo con Raimon du Durfort cuando dijo que vos nunca obrasteis torcidamente, porque si hubieseis corneado por diversión, hubiérais encontrado gran contratiempo y el hedor os hubiera muerto pronto, porque huele peor que estiércol en huerto. Y vos, quienquiera que os disuade, alabad a Dios porque os ha salvado de ello.”




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